Cada día son más los dominicanos y dominicanas que preguntan qué tendrá que ocurrir para que los dirigentes políticos nacionales se convenzan de que tienen que contener el nivel de deterioro que se registra en el país, que en vez de avanzar en la modernización y la organización social nos constituimos en un verdadero estado fallido donde predomina la delincuencia arriba y abajo y en todas sus manifestaciones. Es difícil que transcurra un día sin que los medios de comunicación den cuenta de un nuevo acto de barbarie, como esa revelación del viernes de que el capitán de la Policía Nacional José Antonio Aníbal Polanco y el teniente de la Fuerza Aérea Junior de los Santos descuartizaron al raso policial Adonis Vladimir Martínez para entregar su cabeza a un narcotraficante al que éste le había dado un “tumbe” de drogas por 20 millones de pesos.
Al ver el titular de la información muchos pensaron que era otra de las ocurrencias de Ciudad Juárez o Chihuahua, al norte de México, donde se apuesta cada día a superar los récords más espantosos del horror. Al comprobar que fue aquí entre nosotros, no pudieron menos que sentir pánico por el real nivel de penetración del crimen organizado en las fuerzas que paga la sociedad dominicana para mantener el orden y la seguridad. ¿Será cierto que un simple raso pueda dar tumbes por decenas de millones de pesos?
Los escándalos develados en los últimos meses en las provincias Peravia, Puerto Plata, Monseñor Nouel, San Cristóbal, Santo Domingo y en plena capital ya no dejan ninguna duda. Tuvieron que ocurrir para que cobraran crédito las reiteradas denuncias que desde hace dos décadas formularon sacerdotes y dirigentes sociales sobre la connivencia entre policías y militares y los narcotraficantes. Durante todos esos años se decía que eran parte de un plan de descrédito contra “sagradas instituciones nacionales”.
Lo mismo está ocurriendo con la dirección política. Es difícil saber cuánto dinero del crimen organizado alimenta el desproporcionado costo de la enclenque democracia nacional o el volumen de recursos extraídos del patrimonio público para estas precampañas y campañas electorales en las que hay se invierten millones de pesos para conseguir una curul de diputados o una sindicatura y hasta una regiduría.
Pero las ocurrencias que se vienen denunciando demuestran que no hay límites ni rubor en la actividad política y en la gestión del Estado y que predomina la más absoluta impunidad. Esa afirmación queda justificada por el hecho de que dos diputados hayan sido capturados por cámaras de televisión mientras ejercían el voto de manera fraudulenta por otros colegas ausentes. Y nada menos que para aprobar una nueva Constitución. Crónicas periodísticas dicen que hace tiempo que esa práctica está entronizada.
Esta misma semana la Corte Suprema de Lima condenó a tres años de inhabilitación para ejercer cualquier cargo público y a una multa equivalente a casi 10 mil dólares, a la diputada Elsa Canchaya por haber contratado su empleada doméstica como asesora parlamentaria. Su partido la expulsó sin contemplaciones. Otra parlamentaria, Rocío González, perdió el fuero legislativo por haber robado energía eléctrica.
Hace apenas semanas que aquí se demostró por televisión que un senador había incurrido en el mismo delito de colocar en la nómina del Senado a su empleada doméstica, con el agravante de que él mismo cobraba por ella y no le pagaba más que la cuarta parte. Ni siquiera se ha intentado una sanción verbal. En vez de ello se reacciona tratando de anular la ley de libre acceso a la información pública, y se denuncia el interés de la sociedad civil y de algunos comunicadores por “desacreditar a la clase política”.
Estamos llegando a los límites más extremos. En el principal partido de oposición ni siquiera se quiere dar derecho a la impugnación de hechos con verdaderos ribetes fraudulentos ocurridos en una convención para elegir dirigentes políticos, como que no se hayan contado los votos de 438 centros de votación, un 13 por ciento del total.
Por más vueltas que le demos al derrotero, es difícil prever hasta dónde vamos a llegar antes de que el liderazgo político se convenza de que está saturando la paciencia ciudadana. ¿Al descuartizamiento de las instituciones del Estado?
Al ver el titular de la información muchos pensaron que era otra de las ocurrencias de Ciudad Juárez o Chihuahua, al norte de México, donde se apuesta cada día a superar los récords más espantosos del horror. Al comprobar que fue aquí entre nosotros, no pudieron menos que sentir pánico por el real nivel de penetración del crimen organizado en las fuerzas que paga la sociedad dominicana para mantener el orden y la seguridad. ¿Será cierto que un simple raso pueda dar tumbes por decenas de millones de pesos?
Los escándalos develados en los últimos meses en las provincias Peravia, Puerto Plata, Monseñor Nouel, San Cristóbal, Santo Domingo y en plena capital ya no dejan ninguna duda. Tuvieron que ocurrir para que cobraran crédito las reiteradas denuncias que desde hace dos décadas formularon sacerdotes y dirigentes sociales sobre la connivencia entre policías y militares y los narcotraficantes. Durante todos esos años se decía que eran parte de un plan de descrédito contra “sagradas instituciones nacionales”.
Lo mismo está ocurriendo con la dirección política. Es difícil saber cuánto dinero del crimen organizado alimenta el desproporcionado costo de la enclenque democracia nacional o el volumen de recursos extraídos del patrimonio público para estas precampañas y campañas electorales en las que hay se invierten millones de pesos para conseguir una curul de diputados o una sindicatura y hasta una regiduría.
Pero las ocurrencias que se vienen denunciando demuestran que no hay límites ni rubor en la actividad política y en la gestión del Estado y que predomina la más absoluta impunidad. Esa afirmación queda justificada por el hecho de que dos diputados hayan sido capturados por cámaras de televisión mientras ejercían el voto de manera fraudulenta por otros colegas ausentes. Y nada menos que para aprobar una nueva Constitución. Crónicas periodísticas dicen que hace tiempo que esa práctica está entronizada.
Esta misma semana la Corte Suprema de Lima condenó a tres años de inhabilitación para ejercer cualquier cargo público y a una multa equivalente a casi 10 mil dólares, a la diputada Elsa Canchaya por haber contratado su empleada doméstica como asesora parlamentaria. Su partido la expulsó sin contemplaciones. Otra parlamentaria, Rocío González, perdió el fuero legislativo por haber robado energía eléctrica.
Hace apenas semanas que aquí se demostró por televisión que un senador había incurrido en el mismo delito de colocar en la nómina del Senado a su empleada doméstica, con el agravante de que él mismo cobraba por ella y no le pagaba más que la cuarta parte. Ni siquiera se ha intentado una sanción verbal. En vez de ello se reacciona tratando de anular la ley de libre acceso a la información pública, y se denuncia el interés de la sociedad civil y de algunos comunicadores por “desacreditar a la clase política”.
Estamos llegando a los límites más extremos. En el principal partido de oposición ni siquiera se quiere dar derecho a la impugnación de hechos con verdaderos ribetes fraudulentos ocurridos en una convención para elegir dirigentes políticos, como que no se hayan contado los votos de 438 centros de votación, un 13 por ciento del total.
Por más vueltas que le demos al derrotero, es difícil prever hasta dónde vamos a llegar antes de que el liderazgo político se convenza de que está saturando la paciencia ciudadana. ¿Al descuartizamiento de las instituciones del Estado?
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